Era libertad. Todo mi cuerpo cantaba esa canción. Gritaba, y el viento acariciaba mi piel, haciendo que mi corazón fuera muy rápido.
Me sentía vivo. Estaba vivo.
El caballo dejaba una estela de huellas tras de sí, y cada zancada se acompasaba con los latidos de mi corazón. Las crines de mi montura me abofeteaban las mejillas y sentía su piel caliente contra la mía.
Vivo, vivo, vivo, vivo, no dejaba de susurrarme.
A nuestro lado, el acantilado se abría dejando ver el océano, como si las olas estuvieran corriendo con nosotros, tentándonos.
Nadie, nunca nadie podría quitarme esta sensación, este sentimiento. Yo era el viento y a la vez el océano, y las dos cosas formaban parte de mí.
La sal cubría mis pestañas, tenía los pulmones llenos de arena y de olor a mar, pero me sentía en el cielo.
Así era libre.
Así era yo.
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